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Fracasar

Caí mil veces. Sentí en mi carne ese escalofrío que provocan las risas de un corrillo que te señala en el patio del colegio porque llevas rota la blusa. Soporté con dignidad las malas formas con que me dijo el director de un banco que no me daba más crédito y salí con la cabeza erguida, cerrando las compuertas de mis ojos para que no inundasen la oficina mis lágrimas. Alguien me dijo que me iba a ayudar pero nunca más cogió el teléfono. Perdí a mis padres, enfermé. No dormí pensando cómo pagar


todas mis deudas. Tuve que pasar por la afrenta de pedir un anticipo en el trabajo. A los pobres, nos dan vergüenza esas cosas, aunque nadie lo crea. He mal dormido pensando en cada uno de los problemas míos y de los demás. He tenido que bregar mucho para tener muy poco. He tropezado y aún no había llegado al suelo cuando ya estaba agitando mis brazos al aire intentando levantarme. He tenido que cambiar de pueblo, de colegio, de amigas y de sueños. Pero nunca he fracasado. Fracasar es otra cosa. En esos grandes trances de bochorno, de inquietud, de angustia, de tristeza, de porrazos, es cuando he abierto bien los oídos para aprender y tener un cuento que contar a mis hijos por las noches. Fracasar es no tener nada que contar, nada que aprender, nada que salvar, nada que pedir, nada que intentar, nada que resolver, nada por lo que llorar o por lo que reír. Yo no he fracasado, hijos, porque cada coz de la vida, hoy es un poema. No me quejo, no me lamento, fracasar es tenerlo todo y no dar nada. Fracasar es afrentar a un pobre en un despacho y señalarlo desde un corro en el patio de un colegio. Yo he caído, me he hundido, me he estrellado, me he equivocado, me he perdido, he muerto incluso, pero no he fracasado, hijos míos, porque fracasar es no coger un teléfono a alguien en apuros y eso, ni lo he hecho nunca ni tengo pensado hacerlo jamás.

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